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Ese día, al salir de mi departamento, de golpe lo insólito -lo inesperado-, resquebrajó la rutina cotidiana. Ahí estaba ella, acabando de subir el último escalón, de espaldas a mí, nerviosa con su pelo castaño inconfundible. Vi como avanzó sin percatarse de mi presencia, hacia los otros departamentos. Pensé en refugiarme en el mío. Pensé en mi esposa, en el escándalo... Cuando volteó y me vio, yo aún seguía petrificado. Ella, en cambio, decidió con rapidez. A través del pasillo, se abalanzó contra mí. No tuve tiempo de pensar. Con una mezcla de repugnancia y de pena, le asesté una tremenda patada en el abdomen. Se estrelló contra el barandal y cayó a la escalera. Traté de alcanzarla. En dos trancos, llegué a la planta baja. Para entonces, yo era capaz, incluso, de matarla. Fue inútil. Al llegar al pie de la escalera, vi cómo su cuerpo elástico se deslizaba a través de los 5 centímetros que separan la reja del piso. Y, a lo lejos, ya en la seguridad de la calle, sus cuatro patitas, ágiles y huesudas, hacían desaparecer de mi vista sus orejitas, su cola horripilante y, por supuesto, su pelo castaño inconfundible.
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